…Tancredi quería que Angelica conociera todo el palacio en su complejo inextricable de habitaciones, salones de respeto, cocinas, capillas, teatros, galerías de pinturas, cocheras que olían a cuero, establos, bochornosos invernaderos, pasajes, escalerillas, pequeñas terrazas y pórticos y, sobre todo, de una serie de apartamientos abandonados y deshabitados desde hacía muchos años y que formaban un misterioso e intrincado laberinto. Tancredi no se daba cuenta — o acaso se la daba muy bien — que arrastraba a la muchacha hacia el centro escondido del ciclón sensual, y Angelica en aquel tiempo quería lo que Tancredi decidía. Las correrías a través del casi ilimitado edificio eran interminables. Se partía como hacia una tierra incógnita, e incógnita era realmente porque en muchos de aquellos apartamientos o recovecos ni siquiera don Fabrizio había puesto nunca los pies, lo que por lo demás era para él un motivo de gran satisfacción, porque solía decir que un palacio del que se conocían todas las habitaciones no era digno de ser habitado. …
….En los apartamientos abandonados las habitaciones no tenían ni fisonomía precisa ní nombre, y como los descubridores del Nuevo Mundo ellos bautizaban los lugares atravesados, celebrándolos con los nombres de los descubrimientos recíprocos. Un vasto dormitorio en cuya alcoba estaba el espectro de un lecho con baldaquino adornado de esqueletos de plumas de avestruz fue recordado luego como la «cámara de los tormentos»; una escalera de resquebrajados peldaños de pizarra fue llamada por Tancredi «la escalera del resbalón feliz». Más de una vez no supieron realmente dónde estaban: a fuerza de dar vueltas, de regresos, de persecuciones, de largas detenciones llenas de murmullos y de contactos perdían la orientación y debían asomarse a una ventana sin cristales para comprender por el aspecto de un patio, por la perspectiva del jardín en qué ala del palacio se encontraban. Pero a veces no tenían este recurso, porque la ventana daba no sobre uno de los grandes patios, sino sobre un pasaje interior, anónimo también y nunca visto, con la indicación solamente del esqueleto de un gato o la acostumbrada porción de pasta con tomate no se sabe si vomitado o echado allí, y por otra ventana los descubrían los ojos de una criada jubilada. Una tarde descubrieron dentro de un armario cuatro carillons, esas cajas de música con las que se deleitaba la afectada ingenuidad del siglo XVIII. Tres de ellas sumergidas en el polvo y las telarañas, permanecieron mudas. Pero la última, más moderna, mejor encerrada en el estuche de madera oscura, puso en movimiento su cilindro de cobre erizado de puntas, y las lengüetas de acero dejaron de pronto oír una musiquilla grácil, en tonos agudos, argentinos: el famoso Carnaval de Venecia, y ellos ritmaron sus besos de acuerdo con esos sonidos de alegría desilusionada, y cuando su abrazo se aflojó se sorprendieron al darse cuenta de que los sones habían cesado hacía rato y que sus expansiones no habían seguido otra huella que la del recuerdo de aquel fantasma de música…
Giuseppe Tomasi di Lampedusa, el gattopardo.